
Los traductores, aquellos autores invisibles la mayoría de las veces ignorados, a veces encuentran la manera de vengarse y de hacer notar su presencia. Se advierte con claridad en el rubro películas con títulos imposibles y bien distantes del original. En literatura, desde ya, pasa lo mismo y aunque el lector se atreva a esbozar una crítica, su sinsabor suele esfumarse en la oralidad. Porque si no, ¿cómo se entiende, por ejemplo, que a Terms of endearment del magnífico Larry McMurtry le hayan puesto La fuerza del cariño o que El guardián entre el centeno y El cazador oculto en realidad no sean dos sino un mismo libro, The catcher in the rye de J. D. Salinger, con traducciones –la españolísima (pasable) y la castellana (más neutra y recomendable)– dispares que determinan en sí mismas la lectura? Otros, en cambio, resignados ante este travestismo titular optan por ir más lejos y se preguntan qué hubiera ocurrido si estos cambios no se hubieran realizado.
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