Universitarias

(Transcribo nota completa de Pablo Alabarces, publicada en el diario Crítica de hoy

Después de seis meses de contratapas de lunes, es oportuno confesar algo: no soy periodista, aunque lo haya querido ser. Cuando terminé la secundaria, en plena dictadura, no había carrera de Comunicación Social en la UBA; había que recurrir a dudosas escuelas de periodismo, y estudiar Letras era una opción para los que qu eríamos despuntar el vicio. Luego, claro, la crítica literaria te hacía olvidar la literatura y en las redacciones le echaban flit a todo lo que sonara universitario. Otros tiempos, otras costumbres. De modo que estudié Letras, y por una serie de azares terminé doctorándome en Sociología. Y entonces y antes y después vino la posibilidad de escribir en diarios y revistas, vicio que cultivo desde un lejano 1986 en el olvidado diario Tiempo Argentino. 
Queda aquí develado el misterio que aqueja a algunos comentaristas de la web de este diario: no soy periodista sino columnista. El pacto es escribir de lo que sé y de lo que investigo, que es la cultura popular y la de masas y la otra –porque uno no estudia Letras para luego fingir que la cumbia y Tinelli y el aguante son el centro del universo–. Pero vivo de otra cosa: vivo, misteriosamente, de la Universidad y de la investigación y el Conicet, donde soy investigador en sociología de la cultura. Tengo veintitrés años ininterrumpidos de profesor. Y no hay en ellos ninguna resignación: sigo creyendo que este oficio –enseñar e investigar– es una de las mejores cosas que me pudieron haber pasado. Escribir estas contratapas es un complemento feliz; enseñar, investigar y luego contar y discutir, a veces con más éxito, lo que producimos en la universidad. Es cumplir a la vez el berretín adolescente del periodismo y el objetivo crucial de los que trabajamos en las ciencias sociales, que no es otra cosa que ayudar a cambiar una sociedad que nos conforma tan poco –por no decir nada–.
Los recientes y presentes e inacabados sucesos en torno de la UBA no me son, entonces, indiferentes. No me puedo poner en crítico distanciado, porque doy clase e investigo y además soy parte del gobierno de la Facultad de Ciencias Sociales, la más damnificada, la   que está hoy en el candelero. Doy clase en aulas espantosas, sin calefacción ni ventilación; los techos no se caen, pero pareciera que podrían hacerlo; no se pueden nombrar nuevos profesores, porque no les pagarían –todavía hay varios que no lo han conseguido jamás–; hemos armado un posgrado de lujo, entre gratis y muy barato, pero no recibimos un solo peso para solventarlo y así hacerlo gratuito, como es en Brasil, sin ir más lejos; los empleados administrativos ganan miserias y son muchos menos de los necesarios –y puedo afirmar, porque dirijo hace casi cinco años una oficina universitaria, que no se trata de ñoquis ni de nada por el estilo–. Los compañeros y compañeras que trabajan conmigo en la cátedra arañan los $600 mensuales, y se matan para dar clases espléndidas, dignas de admiración y respeto por sus estudiantes (que los adoran). Pero lo deben hacer muchas veces y en muchos lados, para así armar sueldos decentes.
Y a pesar de todo eso, la UBA sigue siendo la segunda o tercera universidad de América Latina y una de las más prestigiosas del mundo, la que produce un porcentaje abrumador de toda la ciencia argentina. Los responsables de las universidades extranjeras no leen encuestas berretas, sino que se limitan a tributar el respeto que la UBA se ha ganado por la calidad de sus graduados y del conocimiento que genera. Un verdadero milagro, que el esfuerzo de las sucesivas autoridades políticas por desfinanciarla no ha conseguido destruir. El milagro consiste en el orgullo tenaz de saberse parte de una tradición democrática inaudita: somos el único país del continente donde un hijo de las clases populares podía llegar a doctorarse en su universidad pública, gratuita y cogobernada. Una tradición democrática que tiene las dificultades propias de la lucha política –que la vuelven conflictiva, pero también más democrática que varias provincias sofocadas por el feudalismo–; y una tradición de autonomía que también garantiza que la producción científica sea minuciosamente independiente, solo deudora del rigor científico –pongámoslo así: ni le pedimos permiso a Clarín, ni le debemos pleitesía al PJ o a Macri–.
Con poca plata –las cifras necesarias son ridículas para el superávit fiscal y la recaudación impositiva– todos los problemas se resuelven. La movilización de docentes y estudiantes garantiza que nadie se la robe: será necesariamente plata bien usada. La pregunta del millón es, entonces, si la universidad pública, uno de los grandes orgullos de este país, le importa algo a este Gobierno. Y a toda la sociedad, que critica los paros y las marchas hasta que llega el día de la graduación de sus hijos e hijas. Ese día, entonces sí, se emocionan recordando al abuelo analfabeto.

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