(por Federico Kukso) No hay entrada más común y remanida en la divulgación de la ciencia como la que asegura así, sin más, “científicos descubrieron...” Más que el “ahora dicen que” o el latiguillo publicitario de “comprobado científicamente” que oficia de garantía de venta de productos fantásticos como la baba de caracol o los boxers reductores de cintura, la frase encierra un mundo de suposiciones, de hechos dados por sobreentendidos: que el colectivo de “científicos” es uno e indivisible (y, por ende, que todos los hombres y mujeres de ciencia son iguales, cuentan con el mismo presupuesto de investigación, son movidos por los mismos sueños y deseos), y que su única misión de vida es la de descubrir algo todos los días y a toda hora. Es lo que queda implícito lo que muchas veces se recuerda. Y en este caso lo no dicho (que dice mucho) podría resumirse en un “si no descubre, no es científico”, cosa bien alejada de la realidad. Epistemológica y sociológicamente, los descubrimientos científicos aún siguen siendo un misterio. Tal vez sea porque la creatividad y las consecuencias de un invento/descubrimiento que se expanden como un reguero de pólvora una vez hecho público no se puedan encapsular en un tubo de ensayo ni escribirse en clave de fórmula. No hay una heurística de la creatividad ni un método para hacer descubrimientos. Borges lo advertía en el campo de la poesía: “Como todas las génesis, la creación poética es misteriosa. Reducirla a una serie de operaciones del intelecto, según la conjetura efectista de Edgar Allan Poe, no es verosímil”.
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